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Literatura Santafesina

José Pedroni

José Pedroni
(1899-1968)

"No escapa al conocimiento de nadie que el primer cantor de la epopeya gringa fue José Pedroni. En 1956, en el libro Monsieur Jaquin, reunía los poemas que en las décadas anteriores dedicara a Esperanza, su ciudad adoptiva, una de las primeras colonias agrarias de la provincia.
En el poema titulado La invasión gringa, registra en imágenes la llegada de los primeros contingentes de inmigrantes a Esperanza.
Sus obras principales son Monsieur Jaquin, Gracia Plena (1925), Cantos del hombre (1960), en las que cantó también a la vida placentera del campo y, sobre todo, a la maternidad, con claros ecos bíblicos. Este aspecto ha sido analizado con profundidad por Enrique M. Butti, en su ensayo Del nombrar y de los nombres.
Integran asimismo su producción poética los siguientes títulos: La gota de agua (1923), Poemas y palabras (1935), Diez mujeres (1937) El pan nuestro (1941), Nueve cantos (1944), La hoja voladora (1961) y El nivel y su lágrima (1963)."

Fuente: Eugenio Castelli (Un siglo de Literatura Santafesina)

Breve selección de sus obras:

Cuna.

Haz con tus propias manos
la cuna de tu hijo.
Que tu mujer te vea
cortar el paraíso.
Para colgar del techo,
como en los tiempos idos
que volverán un día.
Hazla como te digo.
Trabajarás de noche.
Que se oiga tu martillo.
-"Está haciendo la cuna"-
que diga tu vecino.
Alguna vez la sangre
te manchará el anillo.
Que tu mujer la enjuague.
Que manche su vestido.
Las noches serán blancas,
de columpiado pino.
Harás, según el árbol
la cuna de tu niño.
Para que tenga el sueño
en su oquedad de nido.
Para que tenga el ángel
en un oculto grillo.
La obra será tuya.
Verás que no es lo mismo.
Será como tus brazos
la cuna de tu hijo.
Se mecerá con aire.
Te acordarás del pino.
Dirás: -"Duerme en mi cuna".
Verás que no es lo mismo.

Maternidad.

He aquí que tu dulce palabra ha sido oída
cuando estaba, en la angustia, por no ser repetida.
En tu estupor, dichosa, te tocas sin querer,
y yo, venido a menos, no lo puedo creer.
¡Ah, tú!, bien que en su noche mi fe te entreveía
como la luz del día;
por algo, desde lejos, el viento del destino
me trajo a tu camino.
Yo dije: —Tengo el alma como una piedra dura,
y la piedra, arrojada, cayó en el agua pura.
Lo mismo hubiera sido
que cayera en el polvo del olvido...
¡Oh, no!, por algo grande tu corazón profundo
con toda mi tristeza me sentía en el mundo;
por algo que era santo mi vida fue esperada,
y la tuya, tan suave, para siempre entregada.
Desde que sé, oh amiga, que llevas el misterio,
tu nombre es la caricia de mi semblante serio;
del corazón me vienen palabras de alabanza,
y las manos me tiemblan ligeras de esperanza
-mis manos, como niños que ríen olvidados
después de haber llorado.
Pienso vivir en calma; deseo ser más justo;
quiero quererte siempre; y he aquí que otro gusto
le siento al pan del día, que no en vano se besa,
y al agua del aljibe, y al vino de tu mesa.
Tengo los ojos nuevos, y el corazón. Admiro
las cosas más humildes, y te miro y te miro
sin hablar.
¡Oh, todo por el hijo que tengo que esperar!
Esperar... Es tan dulce la espera acompañada
para quien, siempre solo, nunca ha esperado nada.
Todo en la casa es suave; todo en la casa es santo.
Tu canto, lento y fácil, es un sagrado canto.—
Hay un olor de espiga en mis libros leídos
y olor a santidad en tus vestidos—.
Tu andar, por lo que llevas, se ha vuelto silencioso.
Y en todo sitio dejas tu bienquerer ufano,
que se te pierde solo, como arena en la mano.
Oh, sepan los que sufren de lo que yo he sufrido,
cómo mi vida es mansa con lo que se ha cumplido;
cómo el milagro antiguo de Moisés y la roca
inesperadamente se repitió en mi boca;
porque en mi boca, amigos, esta palabra pura
es como el agua clara sobre la piedra oscura.
Oh, sepan los que tienen una tristeza vieja,
cómo el feliz anuncio desbarató mi queja,
y me dejó lo mismo que saco ceniciento
desempolvado al viento.
Oh, sepan los que llevan al cuello desventura,
cómo en un solo día se perdió mi amargura.
Oh, sepan cómo es fuerte mi mano apresurada,
que quiere hacerlo todo, sin saber hacer nada;
cómo mi voz es dulce, después que fue tan grave;
cómo mi amor es simple; cómo mi vida es suave...
Mujer: en un silencio que me sabrá a ternura
durante nueve lunas crecerá tu cintura;
y en el mes de la siega tendrás color de espiga,
vestirás simplemente y andarás con fatiga.—
El hueco de tu almohada tendrá un olor a nido,
y a vino derramado nuestro mantel tendido.—
Si mi mano te toca,
tu voz, con la vergüenza, se romperá en tu boca
lo mismo que una copa.
El cielo de tus ojos será un cielo nublado.
Tu cuerpo todo entero, como un vaso rajado
que pierde un agua limpia. Tu mirada un rocío.
Tu sonrisa la sombra de un pájaro en el río.
Y un día, un dulce día, quizá un día de fiesta
para el hombre de pala y la mujer de cesta;
el día que las madres y las recién casadas
vienen por los caminos a las misas cantadas;
el día que la moza luce su cara fresca,
y el cargador no carga, y el pescador no pesca...—
tal vez el sol deslumbre; quizá la luna grata
tenga catorce noches y espolvoree plata
sobre la paz del monte; tal vez en el villaje
llueva calladamente; quizá yo esté de viaje...—
Un día, un dulce día, con manso sufrimiento,
te romperás cargada como una rama al viento.
Y será el regocijo
de besarte las manos, y de hallar en el hijo
tu misma frente simple, tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos, un poco, casi nada...

Puerta.

El hombre y la mujer frente a la buena tierra,
tierra de Santa Fe: la puerta de la tierra.
El hombre y la mujer que ya en la tierra entran;
la mujer con su miedo y el hombre con su fuerza.
El hombre y la mujer sobre la tierra nueva.
El hombre que en el puño la levanta y la alienta.
La mujer que en la mano del hombre la contempla;
la mujer que en la mano, como a una igual, la tienta.
Hombre y mujer mirándose para decirse: “¡Nuestra!”

El hombre y la mujer bajo las ramas negras.
El hombre desmontando para encontrar la tierra.
La voz de la paloma que al hombre desconcierta.
La voz de la calandria que a la mujer alegra.

El hombre con el hacha para encontrar la tierra.
La mujer con el agua para que el hombre beba.

El pie del hombre que ara señalado en la gleba.
El pie de la mujer sobre la blanda hierba.
Del pie del hombre el trigo, la liebre, la culebra.
Del pie de la mujer el pájaro que vuela…
Vuela cantando el pájaro del color de la tierra.

Indio.

Quien ordenó la carga del arado
ordenaba tu muerte el mismo día.
Ella tuvo lugar junto al Salado
con paloma y calandria, a mano fría.

No te valió tu entrega de venado
frente al duro invasor que te temía.
No te valió tu miel de despojado.
Sólo la dulce espiga te quería.

Descendiente de gringo y su pecado,
por cementerio de tu alfarería,
a lo largo del río voy callado.

La culpa de tu muerte es culpa mía.
Indio, dime que soy tu perdonado
por el trigo inocente que nacía.

La trilladora.

Ahora la niñez es de avión por el cielo.
La mía fue de nube. No cambio mi recuerdo.

Aquel rancho, aquel árbol, aquel trigal inmenso,
aquella trilladora que atravesaba el pueblo.

Ahora la niñez es de coche en el viento.
La mía fue de pájaro sobre caballo suelto.

Aquel carro, aquel árbol, aquel poste de hornero
con música en el alma… No cambio mi recuerdo.

Ahora la niñez es de fulgor eléctrico.
La mía fue de lámpara y de luna naciendo.

Aquel poste, aquel árbol, aquel arroyo lento
con ángel en la orilla… No cambio mi recuerdo.

Todo está en el ayer como si fuera un cuento.
“La trilladora” llámase, y no tiene regreso.

Dormía nueve meses y despertaba al décimo.
Iba de parva en parva desde noviembre a enero.

Hundiendo alcantarillas y soplando del suelo
-vidrio pulverizado- bandadas de jilgueros.

¡Qué dulce era su canto de sirena, a lo lejos!
Enamoraba al hombre e invitaba al ensueño.

Se perdió en la llanura con su motor de fuego,
su vagón, su casilla, su carrito aguatero.

Un niño la seguía con paloma, y no ha vuelto.
Era callado, triste… No cambio mi recuerdo.

 

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