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Literatura Santafesina

Poesía

Mario Vecchioli

Mario Vecchioli
(1903-1978)

"De la localidad santafesina de Sunchales, también población crecida con el aporte de la inmigración italiana, y descendiente directo de padres peninsulares, Mario Vecchioli, radicado posteriormente en la ciudad de Rafaela, dejó en sus Silvas Labriegas (1952) uno de los testimonios más profundo sobre la gesta de sus antepasados.
`Evocador espirituoso de una epopeya ingenuamente campesina, posee en sí la génesis y la apoteosis´, lo definió Lermo Rafael Balbi, al prologar la edición de sus Obras Completas (1981)
Componen su producción lírica los libros: Mensaje lírico (1946), Tiempo de amor (1948), La dama de las rosas (1950), Silvas labriegas (1952), De otros días (1970), El sueño casi imposible (1974), Rincón de tierra nuestra (1975) y Reiteración del hombre (1977)."

Fuente: Eugenio Castelli (Un Siglo de Literatura Santafesina)

Breve selección de sus obras:

A manera de prólogo.

Cuando los hombres usan un lenguaje
que poco tiene de cordial y humano;
cuando un desborde de pasiones ruge
y el odio crece como un mar airado;
cuando el recelo, el desamor, la intriga
muerden con duros dientes acerados,
y la mentira, el crimen, la violencia
llenan los días de un sabor amargo,
densas las sombras sobre el alma bajan,
todo se vuelve de un color opaco,
decae el ánimo, la fe vacila,
y se contrae el corazón, temblando.

Mientras de infamias y de horrores se habla,
yo escribo versos y a la vida canto.
Me inspira a ello el solidario impulso
de ennoblecer la sordidez del barro,
de derramar ensueños y esperanzas
sobre el dolor y la fatiga diarios,
y hacer que en todos un afán renazca,
generador de sentimientos claros.

Por eso canto al buen amor sencillo,
al regocijo del esfuerzo honrado,
a la amistad, la libertad, las puras
costumbres que los hombres olvidaron,
y al horizonte límpido que ignora
la pólvora, la sangre y el espanto,
y a la emoción sutil, maravillosa
que oigo latir en todo lo creado.
Porque yo entiendo que es misión del verso,
no ya colmar de amarga hiel el vaso,
sino infundir su generoso aliento
que abra senderos luminosos y anchos
y que en la noche de los días sea
igual que un cálido apretón de manos.

A eso aspira mi modesto libro
que, humildemente, entrego a mis hermanos.

Soledad.

Aquí, la soledad.
La sola soledad de mi alma sola.

¿Qué se hizo de tu voz
callada ahora?
¿Qué del jardín, sólo por ti fragante?
¿Qué del incendio de la rosa?

Allá, en algún país de tiempo,
llueven ajenjo las palabras rotas.
Y un horizonte musical se quiebra
en grutas melancólicas.
¿Tal vez tu voz, y con tu voz la mía,
aun vagan por sonoras costas,
más allá, más allá del infinito,
buscando siempre la perdida aurora?

Tu distancia arborece,
y hay ráfagas amargas que preotoñan
sobre el silencio donde amarilleas.
Densas circulan, ásperas, las sombras.
El ruedo del estío, naufragado,
ya al neblinoso corazón no torna.
Y una llovizna gris –sabor de nada-
se va detrás del párpado, incolora.

Vacío, soledad.
Una abismal ausencia se desploma,
desnuda de tu acento
y de tu forma.

Frente a la angustia, con la noche encima,
¡la sola soledad de mi alma sola!

Hermano mío, dulcemente hermano…

Hermano mío, dulcemente hermano;
Marzo promedia y, vertical, detalla,
entre caducos oros,
su escalofrío de primera tanda.

-Marzo es la luz que me inventó la vida;
el viento negro que acostó tus alas-

los cipreses hospedan a la tarde.
Un incoloro rezo de hojarascas
explica el sur, que viene
rememorando ramas.

Te nombro con inmóvil pensamiento.
Y me sabes a lágrimas.

No, ya no estás conmigo.
Ni están las voces de la antigua casa.
Nuestra rural y azul adolescencia
es polvo de fulgor que se me apaga
entre el hollín de la ciudad de Pórtland.

Sólo tu sombra amada
me lleva, todavía, por las cosas.
¡Sólo tu sombra amada!

Y es tu sangre ¡tu sangre!
la que me tañe sus campanas.

¡Oh! Aquél urgirme la canción distinta,
con labradores y fumantes chacras,
con tierra ruda y con vehementes soles.

En esta tarde amarga,
te escucho transcurrirme
sobre remotas ráfagas de alfalfa.
Corre una arisca libertad de potros.
Melódicos follajes de calandrias
describen el invicto
rubor de las auroras. Y en sumaria
conformidad agreste,
el niño triste del balido ensancha
su mansedumbre eglógica
por un aire de espigas y labranzas.

¡Oh! Hermano mío, dulcemente hermano:
esta es la tierra insobornable y santa.
La verde Oceanía
donde –frutados de infinita pausa-
papá y mamá nos nombras
en sembradura de última jornada.

Ahora que te has ido y te subsistes
en el alivio angélico del alma,
yo te la traigo. Con sus gringos sólidos
atropellando el alba.
Con sus muchachos de acerado temple,
sus rústicos patriarcas,
sus mujeres de arrullo y de coraje
partiendo a la fatiga cotidiana.

Que mi ternura te lo alcance todo,
campos, palomas, tolvaneras, Patria.
¡Ahora que te has ido, hermano, y que eres
también un poco más de tierra amada!

Canto al indio.

Saltó de la prehistoria,
elástico y alerta.
Irruyendo en afán de latitudes.

Fue el inca, el maya, el guaraní, el azteca,
el araucano, el patagón. ¡Fue el INDIO!

Torbellino de plumas y de flechas.
Hosca pupila montaraz de halcón.
Torva y arisca exhalación de selvas.

Venía desde el génesis.
Desde el espanto de la fría piedra
y el retorcido caos de raíces.
Estremeciendo las remotas eras
con su alarido bárbaro.

Monstruos de antigua fama primigenia
le chapoteaban el oscuro origen
de hirvientes légamos, rojizas gredas,
horripilantes saurios.
Y un infinito río de estridencias
–ráfagas cósmicas, oblicuos vientos,
desorbitado restallar de esferas-
le clamoreaban hordas de tambores
en su violenta conformación salvaje.

Cobrizo engendro de bravía tierra,
su insobornable estirpe de jaguares
vadeó los siglos ¡ebria
de alucinante libertad grandiosa!

Porque su envión no prefijaba metas,
chorreando estrépito y emplumado orgullo
cruzó los valles, la planicie inmensa,
trepó la ruta magistral del cóndor.

Y, erguido bronce en la más alta cresta,
¡atalayó los mundos
con ojos de epopeya!

Ahora, el génesis quedaba lejos:
antro de fósiles, brumosa cuenca.
Ya no se oía el estridor primario,
el zumbido espacial de los planetas.

Un tiempo de equilibrio
iba sin prisa, en inmersión de siesta,
apologando deslumbrantes ciclos
de intacta paz y organizada idea.

Hondos alientos, confluyen claros
al meridiano rojo de las venas.
Entre consubstanciados climas
de invicta primavera,
se oyen crecer los pueblos,
jadeantes de afanosa empresa.
Y un esplendor de templos
-ritos solares, dignidad de piedra-
alza el prestigio azul con que la vida
corre, armoniosa, y apacible sueña.

Feliz y libre en ese edén glorioso:
así lo miran las edades nuevas.
Mas ¡ay! que desde el mar los blancos
con su codicia llegan.

¡Es una aurora universal que surge,
pero es, también, la noche que comienza!
¿Cuándo, jamás, un invasor no afirma
su potestad en fórmulas violentas?
La tierra india,
para el intruso es conquistada tierra,
y única ley
la que él impone, férrea.

En turbulentas, tempestuosas olas,
sube del odio la áspera marea.
Ruge el jaguar. Las indomadas lanzas
se precipitan a la antigua senda.
¡Y se despierta, resonante, el llano!
¡Y estallan, rocas de clamor, las selvas!
¡Y un frenesí de sangre arde en las cumbres
bajando, torrencial, a las praderas!

Y pasa el huracán. –En la vorágine
de las edades, que en tumulto ruedan,
caído el indio,
torvo el silencio impera.

Y brillan y se apagan muchas lunas.
Y nada turba la quietud tremenda.
Pero la fuerte sangre derramada
bulle en la noche exánime de América.
Y en hervoroso fermentar revive
y corre y salta y rumorea.
Y es alarido que se enrolla al viento.
Y es chispa precursora de la hoguera.
¡Marejada de gloria que levanta
a todas las progenies de su tierra!

Túpac-Amaru no es tan sólo un nombre.
Caupolicán no es otro nombre, apenas.
Ni Lautaro es un mito.
Ni Atahualpa es leyenda.

Son lo esencial, lo elemental del hombre:
¡el ideal de libertad suprema,
que inmola mártires y encumbra héroes!,
la incorruptible llamarada eterna,
que está, de pie, en la sangre,
y en el solar de América
se nombra con el nombre de Miranda,
de Washington, de Artigas: con las épicas
proezas de Bolívar, Sucre, O´Higgins…

Son la razón que fervoriza y gesta
ese romántico aluvión de gauchos
que con Güemes irrumpe en la pelea.

¡Y son la cúspide inmortal del genio
que a San Martín lo lleva
más alto, más arriba de los cóndores!
¡Oh, canten los poetas!
Canten los hijos de esta tierra india,
al indio, precursor de la epopeya.
Y el Continente, en mármoles y bronces
su estampa esculpa, como ardiente tea
que a bien amar la libertad concite.

Y haya por fin una exaltada fecha
en que, vibrantes, los excelsos himnos
y el tremolar de las banderas

¡de todas las Repúblicas!
¡de tantas Patrias nuevas!

signen la gloria de la antigua raza
que –con su auténtica entereza-
plasmó, para los siglos,
¡el libertario espíritu de América!

Lejano pueblo mío, de mi infancia.

Ranchos de lata y perros hacia el este.
Al norte los tunales y la pampa.
Y un occidente gris de camposanto,
perdido entre esmeraldas.

¡Es un antiguo tiempo de la sangre
esta dulce provincia de mi infancia!

El pueblo estaba al sur. El pueblo
era un domingo de camisa blanca,
pañuelo perfumado
y el nudo maternal en la corbata.

Aldea de labriegos,
con mostradores de buen vino y grapa,
almacenes que olían a pimienta
y verdinegras zanjas
donde los sapos celebraban lluvias
en un idioma secular de gárgaras.

País de Liliput, al que se iba
con infantil curiosidad de chacra.

¿Cómo explicar aquellas tribus gringas,
vestidas de importancia?

¿Y esa tiesura grave,
tal vez con presunción de aristocracia?

Primero era la misa,
con su latín que nadie interpretaba.
Misa de rogativa de cosecha,
más que de amor a Dios y de alabanza.

Después, afuera, el sólito concilio.
Interminables, efusivas charlas,
con el virtuoso tema femenino
de encajes y de ropa almidonada.
Juegos y gritos del tropel de niños.
Dudosos secreteos de muchachas.
Sonrisas complacientes de las madres.
Y el viejo cura, con su cara santa,
remolineando de un corrillo a otro
la astuta inquisición de su sotana.

Los hombres, mientras tanto,
con firme empeño y en brillante carga,
ya habían conquistado las esquinas.
Y entre “toscanos”, cantos, carcajadas,
y cuentos de sabor que no se dice,
se echaban el boliche en la garganta.

¡Felicidad de gente laboriosa,
que un largo cuatro rumbos de volantas
desparramaba de regreso al campo!

Pueblo mío, de fábula.
Con sus baldíos de oxidados sunchos,
plaza de pencas y de fiestas patrias…

¡Es un antiguo tiempo de la sangre
esta dulce provincia de mi infancia!

Carlos Carlino

Carlos Carlino
(1910-1982)

"En 1940, este poeta originario de Oliveros, localidad ubicada en el sur de la provincia, y luego radicado en Rosario, publicaba su libro Poemas con labradores, donde expresa el amor a su patria, pero entroncándolo en lo que, en la formación de la misma, incidieron sus antepasados inmigrantes (sobre todo su abuelo y su padre).
En esas cuartetas de arte mayor (sostenidas por una métrica irregular y una rima casi inexistente, pero con un preciso ritmo interior), Carlino sintetiza la épica gringa apoyándose en tres valores esenciales: canto, sudor y lágrima. El primero, el canto, ejemplificándolo en su padre y en su voz mediterránea; el sudor como símbolo del esfuerzo denodado, visto en todos los labradores, pero esencialmente en su abuelo, quien se posesionó de la tierra con ternuras de novio, y la lágrima, resumida en la implacable acción de la muerte.
`La obra total de Carlos Carlino -señala Armando del Fabro, en su ensayo Carlos Carlino, poeta del hombre, del surco y del arado- está adherida a la tierra, las cosas, los hombres, los dolores, las plenitudes, la inquietud de la chacra y hasta la ausencia amarga del que se va a la urbe después de haber bebido las auras libres durante años, pesan en los libros del poeta santafesino con la impalpable presencia de una pasión y de una nostalgia...´
La principal creación literaria de Carlino se inicia en 1938 con Poemas de la tierra. Luego de Poemas con labradores (1940) publica La voz y la estrella y Poesía Litoral (1946). Otra de las facetas importantes de su escritura está en el género dramático, en que se destacó en el plano nacional, sobre todo con La biunda (1945) que en 1952 obtuviera el Premio Nacional de Teatro, y al año siguiente la Medalla de Oro de Argentores. Complementa su obra con ensayos, principalmente con el titulado Gauchos y gringos (1976)."

Fuente: Eugenio Castelli (Un Siglo de Literatura Santafesina)

José Pedroni

José Pedroni
(1899-1968)

"No escapa al conocimiento de nadie que el primer cantor de la epopeya gringa fue José Pedroni. En 1956, en el libro Monsieur Jaquin, reunía los poemas que en las décadas anteriores dedicara a Esperanza, su ciudad adoptiva, una de las primeras colonias agrarias de la provincia.
En el poema titulado La invasión gringa, registra en imágenes la llegada de los primeros contingentes de inmigrantes a Esperanza.
Sus obras principales son Monsieur Jaquin, Gracia Plena (1925), Cantos del hombre (1960), en las que cantó también a la vida placentera del campo y, sobre todo, a la maternidad, con claros ecos bíblicos. Este aspecto ha sido analizado con profundidad por Enrique M. Butti, en su ensayo Del nombrar y de los nombres.
Integran asimismo su producción poética los siguientes títulos: La gota de agua (1923), Poemas y palabras (1935), Diez mujeres (1937) El pan nuestro (1941), Nueve cantos (1944), La hoja voladora (1961) y El nivel y su lágrima (1963)."

Fuente: Eugenio Castelli (Un siglo de Literatura Santafesina)

Breve selección de sus obras:

Cuna.

Haz con tus propias manos
la cuna de tu hijo.
Que tu mujer te vea
cortar el paraíso.
Para colgar del techo,
como en los tiempos idos
que volverán un día.
Hazla como te digo.
Trabajarás de noche.
Que se oiga tu martillo.
-"Está haciendo la cuna"-
que diga tu vecino.
Alguna vez la sangre
te manchará el anillo.
Que tu mujer la enjuague.
Que manche su vestido.
Las noches serán blancas,
de columpiado pino.
Harás, según el árbol
la cuna de tu niño.
Para que tenga el sueño
en su oquedad de nido.
Para que tenga el ángel
en un oculto grillo.
La obra será tuya.
Verás que no es lo mismo.
Será como tus brazos
la cuna de tu hijo.
Se mecerá con aire.
Te acordarás del pino.
Dirás: -"Duerme en mi cuna".
Verás que no es lo mismo.

Maternidad.

He aquí que tu dulce palabra ha sido oída
cuando estaba, en la angustia, por no ser repetida.
En tu estupor, dichosa, te tocas sin querer,
y yo, venido a menos, no lo puedo creer.
¡Ah, tú!, bien que en su noche mi fe te entreveía
como la luz del día;
por algo, desde lejos, el viento del destino
me trajo a tu camino.
Yo dije: —Tengo el alma como una piedra dura,
y la piedra, arrojada, cayó en el agua pura.
Lo mismo hubiera sido
que cayera en el polvo del olvido...
¡Oh, no!, por algo grande tu corazón profundo
con toda mi tristeza me sentía en el mundo;
por algo que era santo mi vida fue esperada,
y la tuya, tan suave, para siempre entregada.
Desde que sé, oh amiga, que llevas el misterio,
tu nombre es la caricia de mi semblante serio;
del corazón me vienen palabras de alabanza,
y las manos me tiemblan ligeras de esperanza
-mis manos, como niños que ríen olvidados
después de haber llorado.
Pienso vivir en calma; deseo ser más justo;
quiero quererte siempre; y he aquí que otro gusto
le siento al pan del día, que no en vano se besa,
y al agua del aljibe, y al vino de tu mesa.
Tengo los ojos nuevos, y el corazón. Admiro
las cosas más humildes, y te miro y te miro
sin hablar.
¡Oh, todo por el hijo que tengo que esperar!
Esperar... Es tan dulce la espera acompañada
para quien, siempre solo, nunca ha esperado nada.
Todo en la casa es suave; todo en la casa es santo.
Tu canto, lento y fácil, es un sagrado canto.—
Hay un olor de espiga en mis libros leídos
y olor a santidad en tus vestidos—.
Tu andar, por lo que llevas, se ha vuelto silencioso.
Y en todo sitio dejas tu bienquerer ufano,
que se te pierde solo, como arena en la mano.
Oh, sepan los que sufren de lo que yo he sufrido,
cómo mi vida es mansa con lo que se ha cumplido;
cómo el milagro antiguo de Moisés y la roca
inesperadamente se repitió en mi boca;
porque en mi boca, amigos, esta palabra pura
es como el agua clara sobre la piedra oscura.
Oh, sepan los que tienen una tristeza vieja,
cómo el feliz anuncio desbarató mi queja,
y me dejó lo mismo que saco ceniciento
desempolvado al viento.
Oh, sepan los que llevan al cuello desventura,
cómo en un solo día se perdió mi amargura.
Oh, sepan cómo es fuerte mi mano apresurada,
que quiere hacerlo todo, sin saber hacer nada;
cómo mi voz es dulce, después que fue tan grave;
cómo mi amor es simple; cómo mi vida es suave...
Mujer: en un silencio que me sabrá a ternura
durante nueve lunas crecerá tu cintura;
y en el mes de la siega tendrás color de espiga,
vestirás simplemente y andarás con fatiga.—
El hueco de tu almohada tendrá un olor a nido,
y a vino derramado nuestro mantel tendido.—
Si mi mano te toca,
tu voz, con la vergüenza, se romperá en tu boca
lo mismo que una copa.
El cielo de tus ojos será un cielo nublado.
Tu cuerpo todo entero, como un vaso rajado
que pierde un agua limpia. Tu mirada un rocío.
Tu sonrisa la sombra de un pájaro en el río.
Y un día, un dulce día, quizá un día de fiesta
para el hombre de pala y la mujer de cesta;
el día que las madres y las recién casadas
vienen por los caminos a las misas cantadas;
el día que la moza luce su cara fresca,
y el cargador no carga, y el pescador no pesca...—
tal vez el sol deslumbre; quizá la luna grata
tenga catorce noches y espolvoree plata
sobre la paz del monte; tal vez en el villaje
llueva calladamente; quizá yo esté de viaje...—
Un día, un dulce día, con manso sufrimiento,
te romperás cargada como una rama al viento.
Y será el regocijo
de besarte las manos, y de hallar en el hijo
tu misma frente simple, tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos, un poco, casi nada...

Puerta.

El hombre y la mujer frente a la buena tierra,
tierra de Santa Fe: la puerta de la tierra.
El hombre y la mujer que ya en la tierra entran;
la mujer con su miedo y el hombre con su fuerza.
El hombre y la mujer sobre la tierra nueva.
El hombre que en el puño la levanta y la alienta.
La mujer que en la mano del hombre la contempla;
la mujer que en la mano, como a una igual, la tienta.
Hombre y mujer mirándose para decirse: “¡Nuestra!”

El hombre y la mujer bajo las ramas negras.
El hombre desmontando para encontrar la tierra.
La voz de la paloma que al hombre desconcierta.
La voz de la calandria que a la mujer alegra.

El hombre con el hacha para encontrar la tierra.
La mujer con el agua para que el hombre beba.

El pie del hombre que ara señalado en la gleba.
El pie de la mujer sobre la blanda hierba.
Del pie del hombre el trigo, la liebre, la culebra.
Del pie de la mujer el pájaro que vuela…
Vuela cantando el pájaro del color de la tierra.

Indio.

Quien ordenó la carga del arado
ordenaba tu muerte el mismo día.
Ella tuvo lugar junto al Salado
con paloma y calandria, a mano fría.

No te valió tu entrega de venado
frente al duro invasor que te temía.
No te valió tu miel de despojado.
Sólo la dulce espiga te quería.

Descendiente de gringo y su pecado,
por cementerio de tu alfarería,
a lo largo del río voy callado.

La culpa de tu muerte es culpa mía.
Indio, dime que soy tu perdonado
por el trigo inocente que nacía.

La trilladora.

Ahora la niñez es de avión por el cielo.
La mía fue de nube. No cambio mi recuerdo.

Aquel rancho, aquel árbol, aquel trigal inmenso,
aquella trilladora que atravesaba el pueblo.

Ahora la niñez es de coche en el viento.
La mía fue de pájaro sobre caballo suelto.

Aquel carro, aquel árbol, aquel poste de hornero
con música en el alma… No cambio mi recuerdo.

Ahora la niñez es de fulgor eléctrico.
La mía fue de lámpara y de luna naciendo.

Aquel poste, aquel árbol, aquel arroyo lento
con ángel en la orilla… No cambio mi recuerdo.

Todo está en el ayer como si fuera un cuento.
“La trilladora” llámase, y no tiene regreso.

Dormía nueve meses y despertaba al décimo.
Iba de parva en parva desde noviembre a enero.

Hundiendo alcantarillas y soplando del suelo
-vidrio pulverizado- bandadas de jilgueros.

¡Qué dulce era su canto de sirena, a lo lejos!
Enamoraba al hombre e invitaba al ensueño.

Se perdió en la llanura con su motor de fuego,
su vagón, su casilla, su carrito aguatero.

Un niño la seguía con paloma, y no ha vuelto.
Era callado, triste… No cambio mi recuerdo.

 

José Cibils

José Cibils
(1866-1919)

"En el plano lírico, le temática aflora con el poeta santafesino -entrerriano por nacimiento- José Cibils. En su obra poética: Crisálidas (1895), Flores nativas (1903), Laureles (1905), Ondas de luz (1909), Aureas de salud (1915) y La canción ideal - Brillazones (póstuma, 1921), hay algunas imágenes lírico descriptivas de la pampa en las que se percibe, por una parte, la nostalgia por la paulatina desaparición de la romántica imagen del gaucho, pero, a la vez, engarzadas en una mirada hacia el campo agrícola que progresivamente va formándose bajo la mano del colono inmigrante, al que el poeta destaca como símbolo del progreso y de la transformación social.
Como lo señalan Graciela Fracchia de Cocco y Osvaldo Raúl Valli, en la Nueva Enciclopedia de la Provincia de Santa Fe, José Cibils `le cantó a su suelo: sus versos revelan sus propios ideales y los de su época, proyectados en la imagen venturosa del porvenir soñado para su espacio de pertenencia´".

Fuente: Eugenio Castelli (Un Siglo de Literatura Santafesina)